Vivir en un viaje continuo sin fecha de regreso es el sueño de muchas personas pero la realidad de muy pocas. La pantalla del teléfono nos llena las pupilas con fotografías de ciclistas tomando una taza de café cerca de una montaña o en un camino que conduce al mar.
La ilusión permanente del que trabaja en casa o en una oficina es salir.
Terrícola Díaz nació en Bucaramanga, en el departamento de Santander. Esto es al norte de Colombia. La ciudad está rodeada por los Andes y sus calles se deslizan por colinas empinadas por las que fluye el tránsito cotidiano.
El dibujo y el deporte eran sus actividades predilectas en la infancia. “Eso me mantenía alegre. Y cuando llegué a los 12 o 13 años, me di cuenta de que los instrumentos musicales también me gustaban mucho”, me comparte Díaz en una llamada telefónica.
En esos años de adolescencia vivió con su abuelo, quien estaba pensionado y pasaba el tiempo libre tocando la guitarra, el piano, el acordeón y la armónica.
Su juventud la sorteó entre el deporte, el dibujo y la música como pasatiempos. Y luego llegó la hora de prepararse para la vida productiva. De acuerdo a su familia y a casi toda la sociedad, debía estudiar una carrera para luego conseguir trabajo.
“Quise estudiar música pero no recibí apoyo por parte de mi familia”. Una historia que desgraciadamente se repite en diversas latitudes.
Un amigo le compartió la idea de estudiar diseño gráfico. Si le gustaba el dibujo y el arte, quizás el diseño podría cumplir con la parte productiva que esperaba su familia. Le gustó la propuesta y se inscribió en la Universidad de Santander.
“Me inscribí y me endeudé, porque es una universidad privada. Hice más de la mitad de la carrera y al sexto semestre, con mucho estrés para cumplir con las calificaciones decidí no pagar más. Así que fui de oyente el último año”, precisa.
No tener que cumplir con las calificaciones le hizo gozar mucho la carrera mucho más y sentir que estudiaba realmente por amor al diseño y no por compromiso.
La bicicleta era su transporte cotidiano. Pedaleaba por las calles empinadas que conducen a la universidad. Experimentó esa libertad que te da moverte entre los carros y llegar sin ataduras de un lado a otro. Las ganas de viajar crecían poco a poco en su interior.
Por esos años conoció a un par de chicas italianas que estaban viajando por el mundo. La primera idea que tuvo era que podían hacerlo gracias a su posición económica.
“Claro, eran europeas y tenían dinero suficiente para viajar sin preocupaciones, pensé. Pero platicando más a fondo con ellas me contaron que casi no gastaban en nada. Hacían arte circense, manualidades, se movían de ride. Me enseñaron a manguear”: aprovechar lo que otros no quieren.
Si no hace falta mucho dinero, entonces sólo hacen falta las ganas. Su deseo de darse unos meses viajando se lo expresó a su mamá. Era el verano de 2014, había pasado el mundial de futbol en Brasil, un país que ha tenido influencia en él desde niño.
“Brasil tiene mucha presencia en mi vida. Cuando la televisión llegaba por antena parabólica se veían programas de Brasil, México y Perú. Era lo que yo consumía. Además siempre me gustó el futbol, mi ilusión era ser futbolista”, y en el panorama mundial, futbol y Brasil son palabras estrechamente relacionadas.
Así comenzó su viaje. Con una bicicleta de montaña nada sofisticada se dirigió al sur de Colombia, hacia la amazonia. “Salí del país por la amazonia colombiana y llegué al Perú subiendo de la selva a la Sierra Andina y luego a la costa. Ese tramo lo hice en mes y medio”.
Se dejó ir como bicicleta en bajada… Llegó a Lima, al Cusco y cruzó hasta Bolivia por el Lago Titicaca. Luego cruzó la frontera e ingresó a Argentina por Córdoba despidiéndose de las montañas.
“Cuando salí de Colombia mis ahorros eran de 12 dólares. Así me banqué mi viaje”, cuenta. Menos de 300 pesos que aun así le rindieron mucho más de lo que esperaba al cruzar a Argentina.
La música y la bicicleta se hicieron una misma
Para financiar su viaje echó mano de lo que sabía hacer: música. En Colombia, antes de iniciar su viaje en bicicleta, Terrícola Díaz tocaba percusiones en la calle. Lo hacía con unas cubetas de pintura improvisando ritmos.
Ahora las cubetas, además de ser su instrumento y canal de ingresos económicos, también eran sus alforjas de equipaje, en ellas guardaba su ropa. Esta combinación le dio mucho aliento para hacer el viaje más duradero.
Y en Argentina le fue muy bien. No sólo el dinero le rendía el doble, la gente apreciaba lo que hacía y eso en cualquier situación y lugar del planeta es un tesoro.
“Estando en Argentina sentí la necesidad de un cambio. Aprendí más teoría musical, dejé a un lado la forma espontánea de tocar y le comencé a hacer caso a la teoría”.
De Córdoba pedaleó a Buenos Aires y de ahí a La Plata. Pasó más tiempo del que se supone podía estar dentro del país. Así que brincó a Uruguay y le dio la vuelta entera disfrutando de sus playas paradisíacas.
Ahí ocurrió lo contrario que en Argentina, todo era mucho más caro, así que no estuvo mucho tiempo.
Bienvenido a Brasil
Después de dar la vuelta a Uruguay por el litoral, llegó a la frontera con Brasil. “Cuando entré al país mi vida tomó otro sentido. De inmediato sentí una afinidad que no experimenté en otro lado”, recuerda.
La zona sur de Brasil es muy distinta a lo que se tiene en el imaginario colectivo. Es mucho más cercano a lo que uno piensa de Uruguay y Argentina. Gauchos montando caballos y tomando yerba mate. Rostros rubios y ojos claros.
“Yo me comunicaba con mi madre constantemente y cuando le conté que estaba por entrar a Brasil me dijo que tenía unos tíos que vivían en la región del Paraná”, cuenta.
Díaz quedó enganchado a ese país. Pasó poco más de dos años viviendo ahí. Sólo salió en una ocasión para pedalear hacia Paraguay siguiendo el Río de Iguazú hasta llegar a las cascadas del mismo nombre.
“Ya no quería irme, me sentía como en casa. Si alguna vez tengo oportunidad de escoger dónde vivir sería allá”, se sincera.
En Brasil su bicicleta mutó. El marco, además de sostener llantas y manubrio, se convertía en el cuerpo de una batería a la que le enganchaba una tarola, un platillo y un pequeño bombo.
En sus redes sociales puedes encontrar a «Ciclomutante” tocando en las calles de las ciudades por las que ha pasado, así se ha pagado su viaje desde entonces.
Giro de tuerca
A estas alturas de la historia es de esperar que la vida del protagonista tome un giro. Las relaciones interpersonales salen a cuadro, se ponen al frente de los reflectores.
Durante su estancia en Brasil, en 2017, conoció a una chica. Una francesa que lo acompañó durante un año en sus recorridos a pedal. Compartían el amor por el viaje y la aventura.
“Teníamos el plan de cruzar a Venezuela y luego ir a Colombia. Regresar hacia el lugar donde inicié mi viaje”, cuenta.
Su pareja quería conocer antes la región de Iguazú, que él ya había visitado anteriormente, así que pedalearon hacia allá. Y justo en ese recorrido, por asuntos familiares, ella tuvo que regresar a Francia.
“Sólo iría por una temporada y después regresaría para pedalear juntos hacia Chile pero no volvió. Un día me llamó y me dijo que no volvía más”.
El ánimo se le fue por los suelos y necesitaba algo de hogar. Tomar un respiro. Compró boletos de camión y volvió a casa, pero no con intenciones de quedarse, llevaba un plan bajo el brazo.
Terrícola es mi nombre
El viaje le dotó de un nombre propio. Propio en el sentido de que él mismo lo eligió y se olvidó por completo del que le había puesto su madre.
“No es que me disgustara, para nada. Los nombres tienen significado, esconden cierta información de lo que después llegamos a ser. Si te dan el nombre de tu papá, por ejemplo, o el de tu abuelo, cargas con las tendencias de ellos”, me explica.
“Así que un día pedaleando, mientras me cuestionaba muchas cosas pensé que sería bacano elegir mi propio nombre. Durante el viaje había conocido personas que se llamaban Estrella, Mar, Luna, Venus… Y ahí dije, por qué no, yo puedo ser Terrícola.
“A lo largo del viaje, además de acumular experiencias con el mundo que nos rodea, conocí mi vida interna. La locura que habita en mí, lo mucho que me cuestionaba todo, eso me había convertido en una persona desconfiada”, reconoce.
El viaje lo transformó en alguien más empoderado y sobre todo más responsable de sus acciones.
“Por muy pequeñas o personales que sean, el responsable soy yo. El viaje se convirtió en una motivación en mi vida. Era una persona frustrada y luego fui libre. Me di la oportunidad de descubrir si lo que me llamaba la atención me gustaba o no. Experimenté”.
El viajero no se queda quieto
Luego de cuatro años, Terrícola regresó a Colombia para celebrar el cumpleaños de su madre, pero no con intenciones de quedarse. Al llegar ya tenía gestionado un viaje a México.
Pasado el festejo montó su bicicleta y partió hacia Cartagena y luego a Panamá. Ahí vendió su bici para llegar a México con algo de ahorros. Los tambores los conservó.
Llegó a Santa María del Oro, Nayarit, en 2019. Buscó una nueva bicicleta y ensambló su batería. Luego de una temporada viajó a Guadalajara, donde pasó cuatro meses en la extinta Casa Ciclista del colectivo GDL en Bici.
Su siguiente parada fue San Luis Potosí, donde ahora vive con María Elena, su actual pareja, en una relación correspondida de la cuál se siente feliz.
Terrícola participó en las actividades previas al Foro Mundial de la Bicicleta que tendrá lugar en la Ciudad de México en noviembre de este año. Compartió su música y su alegría. Siguiendo la pista de ese evento fue como supe de él.
El año pasado Terrícola fue intervenido quirúrgicamente para extraerle piedras en los riñones, y continúa en tratamiento. Para él la música y la bicicleta le siguen dando motivos para continuar en el viaje.
Un Terrícola sabe que la Tierra es su casa y que es muy grande. Se siente libre para habitarla y conocerla.